martes, 3 de abril de 2018

¿Cómo empezó todo?

Los niños tienen una limpieza en la mirada que por desgracia vamos perdiendo al hacernos adultos. Para ellos, nada impide que un coche pueda volar o que un conejo sea capaz de hablar. Lo animado y lo inanimado comparten la misma vitalidad y lo imaginado y lo real están compuestos de la misma textura. Si en el cielo se pintan arcoíris, ¿por qué no van a existir también helados hechos de nubes? Si las hormigas dibujan caminos en el prado, ¿por qué no van a poder tener hijos las bicicletas y los cubiertos del cajón de la cocina? 

Los cuatro y cinco años son una edad fantástica en la que los niños descubren que sus voces tienen una traducción gráfica. Lo que hasta entonces era un continuo sonoro, de pronto es un conjunto de símbolos que aprenden a interpretar y trazar con un lápiz y sus manos menudas. ¿Pero quién tiene argumentos para convencerles de que ese palo con barriga que forma la letra be no está vivo? ¿Quién se atreve a decirles que la ese no es en realidad una serpiente que se mueve por el suelo dibujando eses? 

Respondiendo a la propuesta de la maestra de Juanito de leerles a los peques un cuento en clase con motivo de la semana del libro, se me ocurrió que, mejor que contarles uno ya escrito, tal vez podría componer yo una historia nueva que estuviera a tono con la edad mágica que estaban atravesando, en la que lo real y lo imaginado se confunde, y que les sonara a lo que escuchan en clase. ¿Cómo darle una vuelta, en forma de cuento y con mucha fantasía, a lo que la maestra les contaba cada día en el aula? 


Así nació la historia de ‘La letra A, la letra que quería volar’, un cuento en el que las letras no son trazos inanimados, sino seres vivos que ríen, lloran y tienen sueños, y donde el aprendizaje del lenguaje está cargado de buenos valores, como el compañerismo, la empatía y la constancia. Pero todo convertido en un juego, que es de lo que se trata. 

Juan Fernández Pérez, autor del texto de La letra A

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