Los niños tienen una limpieza en la mirada
que por desgracia vamos perdiendo al hacernos adultos. Para ellos, nada impide
que un coche pueda volar o que un conejo sea capaz de hablar. Lo animado y lo
inanimado comparten la misma vitalidad y lo imaginado y lo real están
compuestos de la misma textura. Si en el cielo se pintan arcoíris, ¿por qué no
van a existir también helados hechos de nubes? Si las hormigas dibujan caminos
en el prado, ¿por qué no van a poder tener hijos las bicicletas y los cubiertos
del cajón de la cocina?
Los cuatro y cinco años son una edad
fantástica en la que los niños descubren que sus voces tienen una traducción
gráfica. Lo que hasta entonces era un continuo sonoro, de pronto es un conjunto
de símbolos que aprenden a interpretar y trazar con un lápiz y sus manos
menudas. ¿Pero quién tiene argumentos para convencerles de que ese palo con
barriga que forma la letra be no está vivo? ¿Quién se atreve a decirles que la
ese no es en realidad una serpiente que se mueve por el suelo dibujando eses?
Respondiendo a la propuesta de la maestra de
Juanito de leerles a los peques un cuento en clase con motivo de la semana del
libro, se me ocurrió que, mejor que contarles uno ya escrito, tal vez podría
componer yo una historia nueva que estuviera a tono con la edad mágica que
estaban atravesando, en la que lo real y lo imaginado se confunde, y que les
sonara a lo que escuchan en clase. ¿Cómo darle una vuelta, en forma de cuento y
con mucha fantasía, a lo que la maestra les contaba cada día en el aula?
Así nació la historia de ‘La letra A, la letra que quería volar’, un cuento en el que las letras no son trazos inanimados, sino seres vivos que ríen, lloran y tienen sueños, y donde el aprendizaje del lenguaje está cargado de buenos valores, como el compañerismo, la empatía y la constancia. Pero todo convertido en un juego, que es de lo que se trata.
Juan Fernández Pérez, autor del texto de La letra A
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