Ya no nos acordamos, porque nos ocurrió hace
mucho, mucho, mucho tiempo, cuando nuestra conciencia era una prolongación de
nuestros sentidos y nos costaba distinguir entre lo que ocurría fuera y lo que
sentíamos dentro, pero algo poderosísimo y misterioso, casi mágico, se produce
en la mente de un niño de cuatro años cuando descubre que los sonidos que emite
con su voz para entenderse con el mundo tienen también una traslación gráfica
dibujable en un papel.
Los docentes de Infantil lo saben por
experiencia y lo comprueban cada año cuando afrontan el trascendental momento
de enseñarles a los críos que la “o” que ellos pronuncian dibujando un rosco
con los labios, en el lenguaje escrito se representa con un circulito. Y que la
“i”, tan fina, aguda y delicada, tiene en el cuerpo de un palito. Luego viene
el resto de vocales, las consonantes y el alfabeto entero. Y a continuación, la
fantástica capacidad para combinar las letras y formar palabras y oraciones.
‘La letra A, la letra que quería volar’ va un
poco sobre eso, sobre ese crucial momento en la vida de un niño, de una
persona, en el que descubre el poder de la letra escrita y aprende a escribir.
Se presenta como un juego, pero el recién iniciado no tardará e descubrir el fantástico
mundo que se acaba de abrir ante sus ojos. Es como si su cabeza creciera de
repente, como si le saliera un nuevo brazo con el que no contaba, como si a su
corto menú de capacidades humanas le brotara de una nueva aptitud que no había
imaginado. ¡Resulta que puede llamar a su mamá a voces o poner en un papel:
“MAMÁ” y ambas significan lo mismo!
Pocas cosas más fabulosas va a descubrir en
la vida. Y pocas personas hay más importantes en nuestras biografías que las
maestras y maestros que hace mucho, mucho, mucho tiempo, ya ni nos acordamos,
nos enseñaron a escribir.
Juan Fernández Pérez